Mi auto compasión y yo

Soy un sexólico, sobrio desde el mes de agosto del año 2014 gracias a mi Poder Superior y a la Fraternidad.

Quiero compartir acerca de mi primer año en sobriedad. Fue una etapa llena de dificultades, momentos de profunda paz, y mucho crecimiento.

Mi patrón de consumo principal era la pornografía. Solía navegar por Internet durante horas hasta altas horas de la noche, lo que repercutía negativamente en mi trabajo y salud. Me quedaba encerrado en casa durante semanas, tragándome cualquier programa de televisión o jugando a videojuegos, hasta que mi desasosiego se hacía insoportable y me llevaba al ordenador. Después volvía a la televisión para nuevamente desconectar de todo, hasta que el círculo volvía a empezar. Me sentía un inútil, lleno de desesperación y condenado. En la última fase de la adicción iba a cibercafés hasta la hora del cierre y luego daba vueltas por el barrio hasta encontrar otro local abierto en el que seguir descargando material.

Ya en la adolescencia era muy tímido, lo que finalmente desembocó en fobia social. Era prácticamente incapaz de articular frases con sentido en grupos de tres o más personas y en especial delante de mujeres. Me derrumbaba por dentro, lleno de vergüenza y sin esperanza. La adicción tapaba temporalmente esos sentimientos.

La auto compasión siempre estuvo muy presente en mi vida. Me sentía como un inválido entre superhéroes. Me torturaba preguntándome cómo la gente se relacionaba entre ellos y en la seducción. Sentía que no tenía las herramientas que ellos sí poseían, que mi situación era irreversible y estaba atrapado en mi propia cárcel mental y emocional. Esto me llevó al convencimiento de que yo era la víctima, de que la vida había sido injusta conmigo y que no había nada que pudiera hacer al respeto.

Con los años mi situación iba empeorando, al mismo tiempo que progresaba la adicción. En cierto momento intenté parar, e incluso conseguí cierto tiempo de sobriedad, pero las recaídas llevaban mi consumo a niveles cada vez peores. Finalmente busqué ayuda en la web y fui a mi primera reunión de SA. La primera de muchas, de lo que estoy profundamente agradecido.

Después de un par de meses conseguí padrino y comencé los Pasos. A los seis meses mi locura se empezó a resquebrajar. Una imagen apareció en mi mente: un teatro con un escenario blanco; dentro, yo, sentado en trono, consumiendo drogas y viendo como mi camello abusaba de un niño. Pero el niño era yo y, en vez de cuidarlo y protegerlo, permitía el abuso a cambio de mi dosis.

La idea que quizás no había sido tan víctima se empezó a formar en mi cabeza. ¡Quizás también era responsable! Este pensamiento, aunque tenue, llevaba a una nueva y poderosa idea: si había tenido algún grado de responsabilidad en todos esos años de sufrimiento, es decir, si yo mismo había hecho algo para mantenerme en la adicción, quizás también pudiera hacer algo para salir de ella.

Por aquella época me hice un examen médico para estudiar unos síntomas menores. La prueba fue dolorosa pero, a pesar de que dejaría molestias por unos meses, no debía tener consecuencias a largo plazo.

Unos meses más tarde tenía previsto una estancia en el extranjero. El viaje había sido planificado antes de entrar en SA y, aunque se podía justificar por mi trabajo, había estado lleno de propósitos lujuriosos. Consciente del peligro, gravé unas pocas ideas en mi cerebro. La primera, a sugerencia del padrino, era la de buscar compañeros de SA e ir a reuniones de AA tan pronto como fuera posible; la segunda, que si recaía quizás no volviera a la recuperación.

En la nueva ciudad se estableció un grupo de tres miembros. Las reuniones tenían lugar delante de un rascacielos, en un espacio abierto con algunas mesas y sillas dispersas. Estábamos algo rodeados por grupos de pocas personas que se relajaban después del trabajo. Era un lugar limpio, soleado y seguro.

Las reuniones de SA y AA eran un oasis en medio de mis miedos, la desconexión con los compañeros de trabajo y mi lucha contra la lujuria. Las necesitaba desesperadamente, pues era el único momento en el que tenía algo de paz y donde podía romper la soledad.

En una reunión en la que leíamos el capítulo “Las Bases Espirituales de la Adicción”, un compañero compartió que él dejaba entrar la ira dentro de sí mismo para que, en última instancia, le llevara a la adicción. Esto resonó en mi cabeza. ¿Había yo provocado alguna vez mi consumo? ¿Había sido de algún modo el instigador? Me parecía extraño, ya que siempre me había considerado la víctima, pero el pensamiento captó mi atención.

Durante los siguientes días esta idea y las palabras de la lectura se tornaron en una creciente obsesión. Parecía como si mi mente tratara de resolver un rompecabezas. Conceptos como resentimiento, deshonestidad y droga espiritual giraban cada vez más rápidamente en mi cabeza.

Una mañana, despierto a medias, la mirada fija en el techo de mi minúscula habitación, y con todas estas ideas dando vueltas alrededor, súbitamente mi mente se paró.

El rompecabezas se había resuelto.

Era como si toda mi vida hubiera estado viendo una obra de teatro y, por cinco minutos, se me hubiera concedido la oportunidad de observar entre bastidores y conocer el verdadero culpable de mi desgracia: yo, yo, y únicamente yo. Había sido yo el que había escogido la lujuria por encima de la vida, quién había estado dispuesto a desperdiciarla a cambio de la siguiente dosis, sin considerar el sufrimiento de aquellos que me amaban ni el mio propio. No podía culpar a nadie. Todo lo que me decía a mi mismo, que no me entendían, que no hacía daño a nadie, que aún tenía tiempo de hacer lo correcto, eran meras excusas para allanar mi camino al consumo.

No es que esos pensamientos me llevaran irremisiblemente a la adicción, sino que yo estaba deseoso de creérmelos para así poder sentirme la víctima. Y en ese marco mental, lleno de auto compasión y auto odio, lleno de envidia, lleno de resentimiento hacia todos y hacia mí, cuando la dolorosa melancolía llegaba a su máximo y la desesperación se volvía insoportable, entonces, por supuesto, todo estaba justificado, y la lujuria y su deliciosa promesa eran la única salida. Y como si de un cáliz lleno de resentimiento se tratara, un caldo con pedazos de mi alma, todo ardería y, tras un estallido, podría finalmente sorber mi pequeña copa de lujuria.

También podía ver, casi de forma esquemática, la necesidad de resentimiento para conseguir el subidón, como la gasolina de mi poción de lujuria. A más resentimiento, mayor era el chute. Pero cada vez el crimen era más atroz, era necesario que cruzar más límites, y quedaba menos de mí. Y todo ese dolor, no el dolor de no tener amigos, ni el dolor de no tener novias, sino el de ser el testigo de mi auto destrucción, eran demasiado grandes para soportarlos.

Así que, para cubrir mi propia traición, mi caída era culpa de todos. Tristemente, enemigos debían ser creados, ídolos erigidos, y escenarios dispuestos en los que debía convertirme en la víctima. Y, claro está, el arquitecto de toda esa falsedad era yo, deslizándome entre las sombras de mi consciencia. ¿No es esta una deshonestidad de las más horribles? ¡Qué revelación!

Al final, no estaba dejando que la ira entrara en mi como sí hacía el compañero, sino la auto compasión. Yo, el chico callado, el pobrecillo cuyas míseras habilidades sociales lo convertían en un inútil, yo, y únicamente yo, era el causante. ¡No era la víctima! ¡Era el verdugo!

En este estado mental, los días pasaron lentamente hasta llegar a mi primer aniversario. Tenía algunas molestias desde el examen médico pero las había ignorado, pues asumía que eran normales. Esa misma mañana decidí comprobarlas. Me quedé petrificado al descubrir que lo que debería haber sido una cicatriz residual se había transformado no sólo en algo que tenía un impacto visual notable, sino que además arrastraría secuelas durante el resto de mi vida.

Olas de auto compasión me inundaron. ¿Cómo era posible? ¡Si era un test médico sin importancia! Y entonces recordé lo que la auto compasión había significado realmente para mí, y cómo la había utilizado para condenarme al pozo de la adicción. Y pude ver la auto compasión bajo una nueva perspectiva: como una opción. Por un lado podía dejarla entrar, empaparme en ella, y volver a mi mentira favorita. Por el otro, un nuevo camino se hizo visible. Yo, que me había odiado hasta la extenuación sin ninguna auténtica razón, podía, en cambio, ahora que se me ofrecía un hecho más tangible, amarme incondicionalmente. Era mi elección. Como siempre lo había sido. En mi día de celebración, este era el regalo: la vieja disyuntiva bajo una nueva luz.

No mucho después volví a mi país. Los recuerdos de aquellos días aún me hacen sonreír. Hace seis meses terminé los Pasos y actualmente estoy trabajando en los Pasos Diez y Once. Desde mi retorno, la auto compasión como obsesión ha desaparecido y, junto con ella, esa media depresión que creía que era parte de mí. La vida comienza por fin a fluir.

Anónimo

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